Auténtica maravilla arquitectónica del Barroco, diseñada por Churriguera y finalizada por García de Quiñones. Una de sus curiosidades, que me hizo notar un amigo arquitecto, es que parece desarrollada como un «recortable» ya que no se aprecia más que la silueta de la misma recortándose sobre el cielo. No se ve volumen ni ningun otro edificio detrás de ella, ni siquiera los tejados.
No voy a hablar de la plaza en sí puesto que en cualquier libro de arte aparece extensamente estudiada. Pero sí quiero hablar de la plaza como lugar de encuentro.
Solíamos frecuentar sus terrazas durante todo el año, incluido el frío invierno castellano, ya que su «microclima» permitía disfrutar del sol sin viento ni humedad. Siempre tienes un lugar «carasol» independientemente de la hora. Bien a la hora del vermú o a la del café ibamos pertrechados de algún libro o periódico par disimular un poco, puesto que nuestra mayor distracción era observar a la gente pasear alrededor de sus soportales.
Las «guiris» de cualbotones «charrosquier nacionalidad alegraban nuestra vista, juvenil entonces, mientras escribían postales a «mansalva». Los soldaditos españoles aumentaban sus dioptrías de tanto forzar la vista para no perder detalle. La gente más mayor tampoco perdía ocasión de buscar algún conocido entre la multitud que continuamente deambulaba por allí.
Nosotros inventábamos historias de la gente, observábamos sus expresiones y les poníamos personalidad. Creíamos distinguir al ganadero taurino que había ido a vender sus vacas, del farmaceútico de Peñaranda que había acudido a buscar piso para una hija que vendría a estudiar cuando comenzara el curso. La señora del abrigo era una solterona enjoyada que estaba esperando a una amiga para tomar el aire, y quién sabe si encontrar un buen hombre con el que remediar sus soledades. Aquél otro era contrabandista de toallas de Portugal y de café que había venido a blanquear dinero a la capital comprando «botones charros» para regalar en las grandes ocasiones. En fin que, para nosotros, todo el mundo era lo que se nos antojaba.
Realmente era divertido el rato. Todo el mundo daba vueltas y más vueltas alrededor de la plaza y nosotros nos entreteníamos en contar las que llevaban algunos. Decíamos, medio en broma, medio en serio que cada cien vueltas dadas por uno de ellos, recibía una vuelta gratis como premio. Nosotros nos manteníamos en nuestro puesto como auténticos fedatarios del record de vueltas.
No pasaba mucho tiempo sin que alguien de tu entorno diera en acercarse a tu mesa, ya que antes o después, todo el mundo pasaba por dicha plaza si no una varias veces al día.
Lo mismo porque ibas de compras al mercado próximo, como a tomar una caña con su correspondiente pincho al bar de turno. Si ibas a la librería o a comprar tabaco de «contrabando» en el quiosco, a la farmacia o a dar un paseo, siempre pasabas por la plaza.
Los fines de semana todavía estaba más concurrida, ya que todas las excursiones a Salamanca empezaban el recorrido en ese lugar. Les quedaba un largo recorrido por tantos y tantos lugares que ver, la fachada de la Universidad, la Pontificia, la Casa de las Conchas , Las catedrales, conventos, etc. Así que por la tarde veías caras de satisfacción y cansancio en todos ellos, una vez más sentados en la Plaza Mayor, refrescándose y descansando los pies. Era como el remanso del río donde quedaban amontonados los restos de la riada.
Quería iniciar con éste artículo una serie de ellos donde hablaré de algunos recuerdos de Salamanca, de sus peculiaridades y de sus tradiciones, algunas muy curiosas que tuve ocasión de aprender allí. Ojalá que os vayan gustando.
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