Hay noticias que, aun siendo actuales, parecen tomadas de los anales de la vida antigua. (como esta de Heraldo en la que se quejan de las distancias al colegio que les han asignado). Entiendo a los padres que viven esta situación con la perspectiva que me da haberlo vivido en «propias piernas». Yo fuí siempre andando al colegio, varios kilómetros al día y cargado como un burro, para llevar los libros en una cartera-mochila, una bolsa con la ropa de deporte, otra con las herramientas y los trabajos manuales y con la fiambrera al comedor escolar…
Como niño no daba importancia a algo que era muy habitual allá por los finales de los 60. No había demasiados colegios públicos en todos los barrios, los concertados estaban siempre en las afueras, y el transporte público no cubría ni de lejos aproximarse a todas las zonas de nueva urbanización; pero era una España antigua, que iniciaba el primer despegue económico y asistir al cole era obligatorio tan sólo hasta los 14 años, a los que una gran mayoría abandonaba su formación para entrar de lleno al mundo laboral, como aprendices, y aportar la ayuda económica a sus familias.
Lo que sí recuerdo era la angustia de mi madre, cuando buscaba colegio en el que «colocarnos», a mi hermano y a mí. Tras muchas averiguaciones le hablaron de un colegio nuevo, junto al seminario, y allá que nos fuimos andando una tarde de verano a ver si tenían un par de plazas vacantes.
Nos recibió el director y directamente nos hizo un examen de conocimientos generales, de sopetón. Era el colegio Moncayo, regentado por los Hermanos Corazonistas, y que actuaba como filial del Instituto Goya de Zaragoza. Sólo se podía cursar hasta el final del entonces Bachillerato Elemental y luego aquellos que quisieran continuar con el Superior tendríamos que mover a otro centro.
Nos admitieron en el colegio y tan contentos a casa… ¡ya teníamos plaza en uno bueno!. Pero claro, había que ir a pie y volver caminando. Mi madre nos veía salir de casa, muy temprano, cargados con todo y bien abrigados con los pasamontañas que nos hacía. Por aquél entonces los niños íbamos todo el año con pantalón corto (más que corto mini) y calcetín por debajo de la rodilla. El cierzo arañaba nuestros muslos con el frío y la arena que levantaba, y la piel enrojecida se iba curtiendo como cuero de labriego, hasta hacerse insensible a las inclemencias. Y nosotros tan contentos. Nos daba tiempo a asomar las caras entre los barrotes del psiquiátrico a ver si veíamos algún loco, vimos las obras de la avenida Gómez Laguna, los rebaños de ovejas aún salían del barrio de la Bozada a pastar en los campos vecinos, y en la época que da fruto el maizal, más de una mazorca sirvió de proyectil en batallas incruentas.
Lo pasábamos estupendamente, haciendo del trayecto una continua sala de juegos, una pedrada a un gorrión al que nunca acertábamos, saltar las acequias enganchados de una caña verde que a veces se partía a mitad de trayecto y choff… los zapatos llenos de barro y el orgullo herido.
Lo de mi madre era otra cosa, estuvo a punto de sacarse el carnet de conducir con el único propósito de llevarnos al cole en un Gordini. Ella sentía remordimientos al vernos partir, bajo el cierzo helado, lloviendo o con un sol de justicia. Pero eso sólo le pasaba porque era madre. Para nosotros era algo cotidiano, normal, sin importancia, y además podíamos patinar con nuestros zapatos Gorila encima de los charcos helados que había a lo largo de todo el camino…
Los niños afortunadamente no somos como nuestras madres, ellas sufren con casi todo aquello que a nosotros nos parece un divertido juego. Pero claro de eso hace ya demasiados años, y gracias a la actualidad yo me he acordado de unos maravillosos años cuando estaba empezando mi segunda década…
Nosotros ibamos generalmente en coche al colegio, para lo que mi madre tuvo que sacarse el carnet de conducir durante un caluroso verano del 77. Pero los sabados nos dejaba ir andando al colegio y recuerdo aquellas caminatas como aventuras intrepidas de mis primeros momentos de libertad e independencia. El desafio que suponia cruzar solos, mi amigo de la infancia Andy y yo,el paseo de la Castellana, callejear entre desconocidas aceras o descubrir colmados o tiendas de revistas donde comprar cromos o la ultima aventura del Capita Trueno.
Son buenos recuerdos de una infanciaafortunada.