Una finca rústica en Alcañiz, conocida por el Monter, vió cómo se fué despoblando de gentes de campo, de aquellos que con el esfuerzo de siglos cargado sobre las espaldas, decidieron abandonar la agricultura y someterse a los tiempos modernos, buscando una vida menos pendiente de una tronada, o de que una sequía agostase el secano que sólo con sudor no acababa de regarse…
La primera vez que visité la finca fué un salto hacia el siglo XIX, con la humilde casa de aparceros, adosada a la principal, y ésta a su vez a los graneros, las cuadras y cochineras, gallinero y palomares… Las telarañas habían tejido de seda unas cortinas que competían con los jirones rotos de unos visillos que antaño habían tamizado el sol tras las ventanas. Un aguamanil todavía en pié invitaba a refrescarse la cara tras una jornada de labor en el campo.
En las cuadras, quedaban herraduras gastadas contra la piedra, zapatos viejos de viejas mulas, invitandonos a tomarlas como si fueran a darnos suerte. Algún apero de campo había invadido el pesebre, en el que el heno y la paja habían saciado a más de un jumento tras arrastrar la reja del arado o cargado los fardos de leña con que calentar el hogar de la casa. Sobre la puerta de entrada todavía permanecía la imagen de una Virgen dando la bienvenida.
José Angel y yo recorrimos cada recoveco de aquellas estancias en las que sus abuelos habían acogido a los nietos durante las vacaciones de verano. Me pareció verle correr hacia el monter espantando gatos, o perseguir un gorrión hasta llegar al cielo; imaginaba una noche clara de invierno mirando hacia las estrellas infinitas, y oyendo el sonido de la brisa a través de los sembrados. Pero a pesar de los años de abandono aún había vida entre aquellas paredes de piedras y adobes.
Ambos vimos allí el hotel, mirando hacia la silueta lejana de La Colegiata de Santa María que domina desde su atalaya todas las tierras de su vega. Desde la llanura impresiona la panorámica medieval de Alcañiz, aupada en el monte en el que una fortaleza romana dió origen a la ciudad.
Estuvimos «rondando» la casa, los graneros, dividiendo tabiques, alzando cubiertas y poniendo el jardín, aquí irá el parking, allá pondremos una terraza con vistas, esto habrá que derrumbarlo para hacer los baños… y en nuestra imaginación desatada cada uno lo vimos igual y totalmente diferente, pero era ya el Hotel Villa Monter.
Soñamos más en una mañana que en miles de noches. Movimos los muebles viejos y pusimos camas nuevas, quitamos maleza y sembramos césped, transformamos aljibes en piscinas, y de los viejos cipreses hicimos un parque alineado, con gigantes erguidos dando sombra al caminante. Tiramos los trastos viejos e inservibles, y pusimos la cocina en lugar del hogar bajo ennegrecido de hollín, nos comimos los últimos huevos del gallinero y dejamos a las ovejas comerse la hierba aún verde mientras la tarde les hizo volver al redil.
Así lo vimos ya desde entonces, y ahora lo he visto así,como sale en las fotos que os invito a ver.
No os puedo obligar a ir a ver un sueño hecho realidad, pero sí que puedo deciros que si lo haceis encontrareis entre sus paredes parte de una ilusión compartida por dos chiflados, ideas que surgieron con risas y con sonrisas, con una amistad inquebrantable que me dejó y me deja «darle caña», aportar críticas o destacar bondades, pero siempre lleno de cariño hacia él. Felicidades José Angel, por haberme dejado soñar junto a tí en esta gran obra, fruto de mucho trabajo, con el corazón puesto en algo más que en un negocio, porque ahí están tus raíces, los sueños de tus antepasados, y has plantado en el baldío el blasón de tu estirpe que volverá a dar frutos en una magnífica cosecha.
De corazón felicidades y MUCHO EXITO.