…que van a dar en la mar
que es el morir;
allí van los señoríos
derechos a se acabar
y consumir;
allí los ríos caudales,
allí los otros medianos
y más chicos,
y llegados, son iguales
los que viven por sus manos
y los ricos…
Una de las estrofas de Jorge Manrique en las Coplas por la muerte de su padre, que nos recuerdan el destino al que inexorablemente nos tenemos que dirigir, al mar, a la nada.
Lástima que no seamos conscientes de que ese río, que nos conduce mansamente a veces, otras de manera turbulenta, es una metáfora más de lo que el agua, en su incesante búsqueda del mar, es capaz de hacer con nuestras vidas. Tan pronto riega los huertos, como se desboca y arrasa las riberas. Basta una tormenta para demostrarnos la fragilidad y vulnerabilidad del ser humano. Si no se pueden poner puertas al campo, menos aún muros al agua, porque ésta siempre irá de frente, alocada y furiosa contra cualquier barrera que intentemos oponerle.
Desgraciadamente somos cada vez más insensatos, menos precavidos, y más ambiciosos. Nos gusta ver el agua fluir por el río, mientras se mantiene dentro de su cauce. El atardecer en la orilla, en un soto, escuchando el rumor del agua, es sin duda un regalo para nuestro espíritu.
Pero el hombre prudente sabe que el río volverá a trepar por encima del azud, que ningún puente entre dos orillas podrá frenar el ansia del agua por llegar al mar. Y construirá su casa lejos de él, sobre una atalaya que le permita disfrutar de la fertilidad que trae, sin arriesgar su vida ni sus haciendas.
Así fué por siempre la vida del hombre que vivía en la tierra y de la tierra, esperando la crecida que dejara nuevos limos en los que sembrar después de la riada. Así fué en el Nilo, y así sigue siendo en las zonas monzónicas, sometidas a los vaivenes de las lluvias.
Pero nosotros seguimos a «lo nuestro», invadiendo los cauces, especulando con la pobreza y/o la necesidad de gente buena, cuya vida nos importa menos aún que un rábano. Les echamos al arroyo en la época de sequía, dejamos que a base de sacrificio apuesten por una casa que el río se llevará cuando quiera, y luego nos hacemos «cruces» de cómo ha podido ocurrir tanta calamidad.
Cada año, en Otoño y sin excepción, nos visitan las gotas frías, que dejan tras de sí un rastro de desesperación en las buenas gentes que tienen que achicar el agua a base de escobón y fregona, que ven como sus modestos hogares quedan reducidos a un montón de trastos inservibles y comenzar de nuevo a recuperar viejos recuerdos que se fueron con el agua…
El Mediterráneo es una verdadera máquina termodinámica, con una temperatura elevada que acumula a lo largo del cada vez más largo y caluroso verano, y que aguarda a que las primeras masas de aire frío en altura lleguen a sus dominios, para activar repentinamente un «tormentón» que allá donde descarga produce los estragos que luego vemos en forma de tromba.
Los meteorólogos, biólogos, ecologistas, científicos en general, advierten constantemente de estos riesgos, pero nadie les hace caso porque las tormentas son «imprevisibles». ¡Mentira!, lo que no se sabe únicamente es el día y la hora a la que ocurrirá, pero que habrá tormenta está muy claro. Y cuando ésta llega, hay que huir y dejar que el agua siga su camino.
Mientras tanto seguimos diciendo que «agua que no has de beber…», urbanizamos zonas inundables, ponemos una autopista acá que impide el paso natural del agua a nivel del mar, despreciamos un «barranco» que lleva seco unos años, encajonamos un torrente y le hacemos discurrir por una tubería de gran calibre, pero que con el primer resto de chatarra queda obstruida… y así nos va, que cuando menos lo pensamos estamos con el agua al cuello. Y a sufrirlo ¿quién?. TODOS.